viernes, 11 de enero de 2008

Pavimentación entre lágrimas. Por Elgar Utreras


Después de años de esperar al fin han comenzado los trabajos de pavimentación en la población Luis Cruz Martínez, en especial en mi calle, la Manuel Rodríguez. Años de esperanza en esa ilusión de que el progreso nos tocara con su varita mágica, y que diera una mínima señal de que para nosotros también alcanza.


Treinta y dos años después de nuestra llegada con mis padres a la entonces nueva vivienda ubicada en un sector marginal, más allá de las cuatro avenidas, más allá del sector de la Estación de trenes y un poco más cerca del Cementerio Municipal, marginalidad a la que estaba condenada y a la que aún hoy sigue, sin gozar de los beneficios de la centralidad, la clase social trabajadora, la de los pobres, donde construiríamos nuestra historia familiar, y en la que con los años, hoy junto con mi esposa, por esas cosas de la vida también estamos construyendo nuestra historia.


Son treinta y dos años, desde que como un pequeño de cuatro años pude ver las lágrimas de mi madre al abrir la puerta de aquella casa. Lágrimas que estaban entre la alegría de poder disfrutar de lo “propio”, esa dignidad que da la satisfacción del esfuerzo, y por otro el desafío que representaba ocupar aquel lugar hostil que se descubrió al abrir la puerta. Si, hostil, porque la casa no estaba terminada, no había piso, las paredes estaban desnudas, con los ladrillos al aire, como recordándoles que eran pobres, muy pobres, que su sueño no les permitía disfrutar del deslumbramiento de las alfombras de muro a muro, el yacuzzi del baño, y ese olor, ese olorcito que emana gratificante lo nuevo, y que además deberían pagar por treinta años.


A ellos, mis padres nadie les regaló nada. A pesar que dicen que del amor nadie vive estos jóvenes lograron construir las bases de su vida familiar sobre el amor y el trabajo duro. Se casaron sólo teniendo nada más que a ellos mismos. Luego vendríamos nosotros. Mi padre cargando camiones con piedra laja, mi madre preparando el pan, y esforzándose para engrosar la escuálida bolsa familiar; mi padre estudiando para ser profesor, mi madre apoyándole en todo y yo saliendo a vender casa por casa los huevitos que mi gallinita me daba y que había adquirido con el regalo que me había hecho mi tío Lorenzo. Además mi mamá mantenía una pequeña huertita en el patio de la casa, bendecida por el Cielo. Éste era casi un lujo, pensando que aquel terreno antes había sido un basural.


Mi vecina Lupe, mamá de mis amigos de niñez Ignacio y Julio, al ver que habían comenzado los trabajos de pavimentación en la calle, ese jueves tres de Enero de 2008, se emocionó hasta las lágrimas.


- Vecino ya empezaron a paimentar. Al fin nos va mejorar el pelaje.- Me grita llena de felicidad la vecina de enfrente.


Pensar que el primer contacto directo con nuestros vecinos se produjo tras abrir la puerta. Allí estaban los “chiquillos del lado”, Humberto, Daniel (falleció muy joven dejando tras de sí un maravilloso recuerdo que no se nubla por las tristes circunstancias de su partida), Miguel, el más chico del grupo y Ana que ahora reside en Santiago. Estaban escondidos en el interior de la vivienda, que parecía ser el lugar de diversión que tenían estos chicos huérfanos de madre y abandono paterno.


Con el tiempo pasaron de ser mis nuevos vecinos, a ser mis amigos con los que compartiríamos los juegos a la pelota, primero, una de calcetines viejos pasando por una de plástico hasta la de cuero, en la calle empedrada en las tardes de verano en vacaciones, porque en invierno era un barrial, un río de barro que cruzaba todo el sector.


Con los años miro que el afecto que me une a los “chiquillos del lado”, no es sólo el de la amistad que se forjó a través de los juegos, sino del amor que mi madre experimentó desde el primer momento. Cariño, que se representaba en un gesto de ternura o en la preocupación de saber si habían comido algo o si estaban bien. La comida del pobre tiene un sabor distinto cuando se comparte entre pobres, sabe a manjar celestial.


Estos “chiquillos del lado” no sólo fueron mis primeros vecinos, mis amigos de juego, sino que compartimos esa hermandad, esa fraternidad que trasciende la sangre y los genes, en ese amor que mi querida vieja les ha sentido y que ellos también le han correspondido.


Nos paimentan la calle y algo cambia en nosotros, esa alegría que estaba escondida casi perdida allá adentro sale a ventilarse a los rostros, los saludos se tornan más amables que los de siempre, al fin el anhelo se vuelve real, el progreso se acuerda de nosotros.


Nos paimentan la calle, el progreso que llega nos reconoce, y me pregunto ¿Si este: paimentar, tan del pueblo ya por años, será reconocido, espero más temprano que tarde, por la Academia de la Lengua o se verá postergada una vez más al igual que mi población?


Estas palabras son mi celebración, estas palabras están dedicadas a mis padres Vicenta y Manuel, a mis hermanas Karen y Pamela, a cada uno de mis vecinos y amigos que construimos este presente en aquel pasado común. Estas palabras son para ti mi amor, Dianita, para los hijos de mis vecinos que son en este presente el sueño de un futuro mejor, más justo y pleno.


Agradecemos a Elgar Utreras por enviarnos este texto.

Fotografía: solo referencial.

No hay comentarios.: